Siempre se ha dicho que la mejor forma de concienciar a la población sobre la vejez y las enfermedades que esta conlleva para fomentar el respeto y el apoyo a nuestros mayores es la educación en valores desde edades muy tempranas.
Si desde la cuna, nuestros hijos aprenden a respetar y ayudar a sus mayores, todo será mucho más fácil para ellos en la vida adulta, cuando seamos nosotros, sus padres, los que necesitemos de ellos, o cuando ellos mismos sean ancianos.
Por eso hemos creído importante compartir con vosotros este pequeño cuento de Pedro P. Sacristán, porque en sus líneas se esconce una lección muy importante para los niños y no tan niños que lo lean, y es que “ser viejo” no es sinónimo de rechazo, de dejadez o de aislamiento, sino que conlleva la capacidad del mayor para aportar sus experiencia vitales a los que están a su alrededor.
Tenemos que aprender a amar a los abuel@s, a los no tan jóvenes en edad, porque de ese amor se desprende el respeto y el cariño que tanto necesitarán cuando la enfermedad les llegue.
Que así sea.
LAS ARRUGAS
Era un día soleado de otoño la primera vez que Bárbara se fijó en que el abuelo tenía muchísimas arrugas, no sólo en la cara, sino por todas partes.
- Abuelo, deberías darte la crema de mamá para las arrugas.
El abuelo sonrió, y un montón de arrugas aparecieron en su cara.
- ¿Lo ves? Tienes demasiadas arrugas
- Ya lo sé Bárbara. Es que soy un poco viejo... Pero no quiero perder ni una sola de mis arrugas. Debajo de cada una guardo el recuerdo de algo que aprendí.