Una mañana de frío y sol, de esas que amo, estaba sentada en el colectivo y frente a mí se había sentado una anciana a quien acompañaba un hombre joven, presumí yo que era su hijo.
La anciana llevaba un bastón de los que tienen tres pequeñas patas, pero aún así se aferraba con fuerza -la que podía- al brazo del hombre.
No pude evitar mirarla y ver en ella una fragilidad que me conmovió. La anciana se aferraba con una mano a su bastón y con la otra a su hijo. Cierto es que el movimiento de un colectivo no ofrece estabilidad, pero yo sentí que esa mujer se sentía insegura, frágil e inestable todo el día y todos los días.
Me produjo una infinita piedad ver esa imagen, ella tan frágil, él tan seguro, ella mucho mayor que él y pareciendo tanto más pequeña. De pronto la anciana habló y con voz temblorosa y una mirada muy dulce le dijo a su hijo:
-Es que yo contigo me siento más segura ¿sabes? -Casi como justificando que su mano no le soltara el brazo. Pareció una disculpa más que un comentario.
Él asintió con la cabeza y yo, mientras intentaba sin mucho éxito contener el llanto, comencé a pensar en cómo la vida se parece a una rueda.
Esa mujer hoy anciana, insegura aún sentada, con un bastón y su hijo sosteniendo su mano, fue por mucho tiempo el sostén de ese hombre. Ese hombre hoy adulto fue, en algún momento, un bebé indefenso y frágil. Ella cuidó de él y ahora él cuida de ella.
Imaginé cómo habría sido la vida de esa mujer que seguramente en muchos puntos es igual a la de cualquier madre o padre. Parió a su hijo, lo cuidó, lo amó, no durmió por él, le enseñó a caminar, las primeras letras, lo ayudó a aprender a andar en bicicleta. Luego compartió sus estudios, celebró sus éxitos y se entristeció con sus derrotas. Contuvo sus lágrimas, escuchó su llanto, consoló su corazón. Lo albergó y también lo dejó libre. Le dio las herramientas para que ese pequeño fuese el hombre que hoy estaba parado junto a ella, cuidando su fragilidad.
Es conmovedor ver cómo a medida que pasa el tiempo, todo se va transformando hasta llegar un momento en el que pareciera ser que todo es similar al principio.
El comienzo de una vida, por paradójico que parezca, tiene algo de parecido al final. Tanto en un estadio, como en el otro, dependemos de aquellos que nos aman y no sólo de sus cuidados, sino del amor que nos prodiguen.
Cuando somos pequeños nuestros padres nos toman de la mano y así, tanto literalmente, como metafóricamente, nos enseñan a caminar por la vida. Cuantos más ancianos somos, también nos toman de la mano, esta vez para ayudarnos y también para guiarnos.
Cuando somos pequeños nuestros padres se parecen a héroes que todo lo pueden y los observamos con amor y con admiración sabiendo que nos cuidan y nos defienden. Al pasar los años, esos héroes van envejeciendo y necesitan ser cuidados y defendidos por aquellos a quienes ellos formaron y protegieron.
El paso poco firme, el temor, en algunos casos el no poder valerse por uno mismo, son puntos en común entre la niñez y la vejez. En el principio de nuestras vidas, como al final del camino necesitamos imperiosamente de quienes están a nuestro lado.
Mis ojos no pudieron dejar de mirar a la anciana hasta que, con mucha dificultad, bajó del colectivo.
La perdí de vista, pero en mis pensamientos quedaron ella, su hijo, su bastón, la vejez, la juventud, el temblor y la seguridad también.
Sin dudas la vida se parece mucho a una rueda, y en cada tramo de su recorrido, estoy segura, no hay otro impulso para hacerla rodar que el amor.
Fin