El alzhéimer es una enfermedad neurodegenerativa, es decir, causada por la destrucción de las neuronas cerebrales. Y esta destrucción, como han mostrado numerosos estudios, se produce fundamentalmente, además por los ovillos neurofibrilares formados por la proteína tau, por la acumulación en el cerebro de placas de beta-amiloide, altamente tóxicas para las neuronas. Tal es así que en los últimos años se han desarrollado numerosos estudios para encontrar un fármaco capaz de destruir estas placas de beta-amiloide. Sin embargo, puede que ya contemos con unos fármacos que, aun indirectamente, ya logren este propósito. Y es que según muestra un estudio llevado a cabo por investigadores de la Universidad de Chicago (EE.UU.), el tratamiento a largo plazo con antibióticos de amplio espectro conlleva una disminución del número de placas de beta-amiloide presentes en el cerebro.
Concretamente, el estudio, publicado en la revista «Scientific Reports», muestra que el tratamiento con antibióticos reduce el nivel de las placas y aumenta la actividad inflamatoria de las células del sistema inmune del cerebro –las ‘microglías’–. Unos cambios que, más que por una acción directa de los fármacos, se producen por la alteración en la composición de la flora intestinal consecuente con la antibioterapia, lo que sugiere que las bacterias intestinales juegan un papel muy importante en la regulación de la actividad del sistema inmune que acaba impactando en la progresión del alzhéimer.
Como explica Sangram Sisodia, director de la investigación, «la manera en cómo el intestino influye sobre la salud cerebral constituye un nuevo territorio que estamos empezando a explorar. Se trata de un área en la que las personas que trabajan en enfermedades neurodegenerativas van a estar cada vez más interesadas, pues podría tener una influencia en el desarrollo de los tratamientos».
Para llevar a cabo el estudio, los autores utilizaron un modelo animal –ratones– de enfermedad de Alzheimer al que administraron altas dosis de antibióticos de amplio espectro durante un período de cinco a seis meses. Concluido el tratamiento, los investigadores comprobaron que la masa total de bacterias en la flora intestinal de los animales era muy similar a la de un segundo grupo de ratones que no había recibido los antibióticos –los ‘sujetos’ control–. Sin embargo, y si bien la cantidad de bacterias era muy parecida, no sucedió así con su diversidad: los animales tratados con los antibióticos mostraban una diversidad de especies bacterianas muy inferior.
Pero las diferencias no acabaron ahí. Los ratones que recibieron la antibioterapia experimentaron una reducción hasta dos veces mayor en el número de placas de beta-amiloide que los animales control. Y asimismo, mostraban una elevación muy significativa de distintas señales moleculares en el torrente sanguíneo y de la actividad inflamatoria de sus microglías –un aspecto a tener en cuenta dado que el grado de neuroinflamación condiciona la tasa de deterioro cognitivo asociado al alzhéimer.
En definitiva, los antibióticos modifican la composición de la flora bacteriana, lo que a su vez da lugar a una ralentización de la progresión del alzhéimer. Y esto, ¿a qué obedece? Pues como reconocen los propios autores, «los mecanismos que explican estos cambios permanecen desconocidos, pero el estudio destaca el potencial de la investigación futura sobre la influencia de la flora intestinal sobre el cerebro y el sistema nervioso».
No es una opción terapéutica
En este contexto, ¿podría plantearse el tratamiento a largo plazo con antibióticos de amplio espectro como una vía para ralentizar la progresión del alzhéimer? De ninguna manera.
Como indica Myles Minter, co-autor de la investigación, «en ningún caso proponemos que la antibioterapia a largo plazo se constituya como un tratamiento. Sería completamente absurdo por un gran número de razones. Pero lo que hace nuestro estudio es permitirnos explorar nuevos caminos».
Sea como fuere, los autores advierten de que si bien sus resultados abren la puerta a la investigación del papel de la flora intestinal en la enfermedad de Alzheimer, se trata únicamente de un primer paso.
Como concluye Sangram Sisodia, «probablemente no contemos con una cura para el alzhéimer durante varias generaciones, pues ya sabemos que se producen cambios en el cerebro y el sistema nervioso central hasta 15-20 años antes de la aparición de la enfermedad. Tenemos que encontrar la manera de intervenir cuando el paciente empiece a presentar los primeros signos clínicos, y si comprendemos cómo los cambios en la microbiota intestinal afectan a la presentación o la progresión de la enfermedad, o cómo las moléculas que produce interactúan con el sistema nervioso, entonces podríamos usar estos conocimientos para crear un nuevo tipo de medicina personalizada».