Mi madre se acerca a los noventa años. Desde hace tiempo, sufre un deterioro cognitivo que el geriatra ha diagnosticado como una forma de demencia senil de tipo Alzheimer. Hasta los 87 años disfrutó de buena salud y una mente privilegiada. Con una memoria prodigiosa, leía la prensa a diario y se apenaba con las noticias que hablaban de guerras, hambre y pobreza. “¿No es posible un mundo en paz?”, se preguntaba en voz alta. En algunas ocasiones, dirigía el interrogante a Violeta, una perrita mestiza rescatada de la calle, que levantaba las orejas con gesto de perplejidad. Eran compañeras inseparables. Tres veces al día paseaban por el Parque del Oeste. En invierno, un paraguas rojo les protegía de la lluvia. En verano, buscaban la sombra de los árboles y el frescor de las praderas de césped recién regadas. A veces, mi mujer y yo les acompañábamos, experimentando la sensación de realizar una excursión por la eternidad. Desgraciadamente, solo era una fantasía, pues hace dos años Violeta enfermó y se apagó poco a poco. Sus riñones se colapsaron y nos abandonó con la misma discreción que había caracterizado su paso por el mundo. Siempre presumimos que había sufrido malos tratos, pero desconocíamos su vida anterior. Mi madre lloró desconsolada y la tristeza no tardó en convertirse en depresión. De joven, mi madre se parecía a Barbara Stanwyck, aunque sin su aire de mujer fatal. Siempre cuidó mucho su aspecto, pero de pronto dejó de asearse y se encerró en su alcoba, bajando la persiana. Se pasaba la mayor parte del día dormitando y ni siquiera mostraba interés por alimentarse. Nadie nos prepara para encarar la vejez de nuestros padres. Ni mi hermana ni yo sabíamos que la demencia senil comienza muchas veces con un cuadro de depresión precipitado por una experiencia aciaga. Solo son especulaciones, pero creo que su mente –al margen del inevitable desgaste provocado por la edad- se había desmoronado al sentir que ya nadie necesitaba sus atenciones. Con orejas de duende y ojos de niña tímida, Violeta había despertado su ternura maternal y ahora experimentaba el vacío del que ha completado todas las etapas de la vida, sin desviarse nunca de sus obligaciones.
Durante varias semanas, actuamos de forma negligente, sin comprender qué sucedía. Se negaba a levantarse, no quería comer, se duchaba cada cinco o seis días, no permitía que ventiláramos su dormitorio. Cada vez hablaba con menos fluidez y respondía con apatía a cualquier estímulo. Después de agotar todas las formas de persuasión y comprobar que enfadarse era inútil, acudimos a un geriatra, que le hizo varios cuestionarios. Su desorientación era más grave de lo que temíamos: no recordaba el año de su nacimiento, no sabía en qué estación nos encontrábamos, no era capaz de retener una pequeña lista de palabras, no lograba resolver una sencilla operación aritmética. El geriatra concluyó que sufría un deterioro cognitivo moderado. Le recetó unos fármacos para frenar el avance del Alzheimer y nos recomendó que acudiera a un centro de día, advirtiéndonos que ya no podía permanecer sola. Decidimos que se viniera a vivir a mi casa, pues mi trabajo como periodista y crítico literario apenas me exige salir a la calle. Mi madre se instaló en el dormitorio que ocupaba cuando pasaba temporadas con nosotros. No adoptamos ningún tipo de precaución, pues aparentemente no había perdido agilidad ni reflejos. De nuevo, nos equivocamos, pues se cayó por las escaleras, rompiéndose un brazo y golpeándose fuertemente la cabeza. Pasó varios días en un hospital y su deterioro cognitivo se agudizó hasta el extremo de no reconocernos. Nos aconsejaron ingresarla en una residencia de la tercera edad, pues necesitaba ayuda profesional para realizar cualquier tarea de la vida cotidiana: comer, vestirse, asearse. Cerca de nuestra casa había dos residencias y podríamos visitarla a diario. Desbordados por las circunstancias, pedimos una plaza y pasó tres meses en una habitación compartida. Contemplar a mi madre entre extraños me producía un sufrimiento insoportable y decidí que regresara a mi casa. Mi mujer y yo aprenderíamos lo que hiciera falta, adaptaríamos la vivienda a sus necesidades, nunca se quedaría sola, nos mantendríamos vigilantes para evitar nuevos accidentes. Afortunadamente, mejoró, incumpliendo las expectativas de los médicos, que habían pronosticado un deterioro progresivo. Volvió a reconocernos, recuperó cierta autonomía y empezó a mantener pequeñas conversaciones con nosotros. Ahora duerme en la habitación contigua a nuestro dormitorio, con unas barras y un aparato que detecta cualquier sonido. En ocasiones, se despierta y me llama, pues quiere ir al baño o tiene sed. Casi siempre utiliza mi nombre, pero a veces se limita a susurrar: “Papá…”. Sabe que no soy su padre, pero en ese estado de tránsito que separa la vigilia del sueño su mente rescata un hábito de su infancia. Nunca me había contado que mis abuelos dormían con la puerta abierta para comunicarse con sus dos hijos e intercambiar impresiones sobre lo que había sucedido durante el día. “Era divertido y bonito”, comenta con nostalgia.
Mi madre ha perdido la memoria a corto plazo, pero recuerda con nitidez creciente su pasado más remoto. Mientras la peinamos o acostamos, nos cuenta que de niña odiaba vivir en Madrid, que solo era feliz en Puente del Arzobispo, el pueblo de Toledo donde pasaba los veranos y en el que mi abuelo Domingo había trabajado como médico rural. “Nos montábamos en una trilla y nos arrastraba un burrito. Un perro grande y feo nos seguía a todas partes. A veces se colaba incluso en misa”. El amor franciscano a los animales es un rasgo de familia. De hecho, siempre hemos convivido con perros, gatos, cobayas o pájaros. Presumo que mi madre empeorará y que la convivencia se hará más complicada, pero creo que cuidarla, lejos de ser una carga, constituye un privilegio. La vejez es una lección de ternura, pues nos enseña que la belleza se muestra en todo su esplendor cuando un ser humano busca a otro para aliviar su soledad, desaliento o fragilidad. Nuestra sociedad necesita hallar una fórmula para conciliar la vida laboral y la vida familiar. Padres e hijos necesitan tiempo para conocerse, cuidarse, respetarse y dialogar. Sin un adulto de referencia, el niño sufre y tiene graves problemas para madurar. Sin un hijo que puede atender a sus padres mayores, los ancianos pasan sus últimos días en residencias, que les proporcionan atención médica y cariño, pero no ese amor sincero y profundo que solo puede surgir en el ámbito familiar. Muchas veces los horarios laborales, la escasez de recursos o las características de una vivienda impiden cuidar a un enfermo de Alzheimer. Me considero afortunado, pues puedo atender a mi madre y eso me está ayudando a mejorar como ser humano. La sociedad actual exalta el placer y los bienes materiales. No quiere saber nada de la enfermedad, la vejez o la pobreza, pero lo que nos humaniza, lo que nos dignifica y nos hace crecer, es tender la mano al que nos necesita. No está de moda habar de sacrificio y abnegación, pero sin esas cualidades la familia humana se dispersa y las pasiones más dañinas prosperan como la mala hierba en un jardín abandonado. El Alzheimer no se cura con ternura, pero la ternura nos ayuda a sobrellevar el Alzheimer con alegría. Cuando observo a mi madre, aguantando pacientemente mi torpeza mientras peino sus canas, siento que es uno de esos “lirios de otro mundo” cantados por Juan Ramón Jiménez, cuya luz no se extinguirá jamás. Dios es amor y el amor es más fuerte que la muerte. El amor permanece; solo el odio pasa y se hunde en el cieno. Esa la última enseñanza de mi madre y no ha necesitado palabras para trasmitirme ese mensaje de paz y esperanza.