Siempre se ha dicho que la mejor forma de concienciar a la población sobre la vejez y las enfermedades que esta conlleva para fomentar el respeto y el apoyo a nuestros mayores es la educación en valores desde edades muy tempranas.
Si desde la cuna, nuestros hijos aprenden a respetar y ayudar a sus mayores, todo será mucho más fácil para ellos en la vida adulta, cuando seamos nosotros, sus padres, los que necesitemos de ellos, o cuando ellos mismos sean ancianos.
Por eso hemos creído importante compartir con vosotros este pequeño cuento de Pedro P. Sacristán, porque en sus líneas se esconce una lección muy importante para los niños y no tan niños que lo lean, y es que “ser viejo” no es sinónimo de rechazo, de dejadez o de aislamiento, sino que conlleva la capacidad del mayor para aportar sus experiencia vitales a los que están a su alrededor.
Tenemos que aprender a amar a los abuel@s, a los no tan jóvenes en edad, porque de ese amor se desprende el respeto y el cariño que tanto necesitarán cuando la enfermedad les llegue.
Que así sea.
LAS ARRUGAS
Era un día soleado de otoño la primera vez que Bárbara se fijó en que el abuelo tenía muchísimas arrugas, no sólo en la cara, sino por todas partes.
- Abuelo, deberías darte la crema de mamá para las arrugas.
El abuelo sonrió, y un montón de arrugas aparecieron en su cara.
- ¿Lo ves? Tienes demasiadas arrugas
- Ya lo sé Bárbara. Es que soy un poco viejo... Pero no quiero perder ni una sola de mis arrugas. Debajo de cada una guardo el recuerdo de algo que aprendí.
A Bárbara se le abrieron los ojos como si hubiera descubierto un tesoro, y así los mantuvo mientras el abuelo le enseñaba la arruga en la que guardaba el día que aprendió que era mejor perdonar que guardar rencor, o aquella otra que decía que escuchar era mejor que hablar, esa otra enorme que mostraba que es más importante dar que recibir o una muy escondida que decía que no había nada mejor que pasar el tiempo con los niños...
Desde aquel día, a Bárbara su abuelo le parecía cada día más guapo, y con cada arruga que aparecía en su rostro, la niña acudía corriendo para ver qué nueva lección había aprendido. Hasta que en una de aquellas charlas, fue su abuelo quien descubrió una pequeña arruga en el cuello de la niña:
- ¿Y tú? ¿Qué lección guardas ahí?
Bárbara se quedó pensando un momento. Luego sonrió y dijo
- Que no importa lo viejito que llegues a ser abuelo, porque.... ¡te quiero!
Pedro Pablo Sacristán