Miércoles, 12 Febrero 2014 09:23

LA NIÑA DEL HELADO

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Eleanor no sabía qué le pasaba a la abuela. Siempre se olvidaba de las cosas, como dónde había puesto el azúcar, cuándo tenía que pagar las facturas y a qué hora debía estar lista para que la recogieran antes de ir al supermercado.

-¿Qué le pasa a la abuela? -preguntó Eleanor-. Era tan ordenada... Ahora parece triste y perdida y no recuerda las cosas.

-Lo que pasa es que está envejeciendo -dijo su madre-. Ahora necesita mucho amor.

-¿Cómo es ser viejo? -preguntó Eleanor-. ¿Nos olvidamos todos de las cosas? ¿yo también me olvidaré?

-No todos nos olvidamos de las cosas al envejecer, Eleanor. Pensamos que la abuela puede tener la enfermedad de Alzheimer, y eso hace que se olvide más. Quizá debamos ingresarla en una residencia de ancianos para que tenga el cuidado apropiado que necesita.

-¡Ay, mamá! ¡Eso es terrible! Echará mucho de menos su casa, ¿verdad?

-Quizá, pero no podemos hacer otra cosa. Allí estará bien cuidada, y hará nuevos amigos.

Eleanor parecía apenada. No le gustaba nada la idea.

-¿Podremos ir a verla a menudo? -preguntó-. Echaré de menos hablar con la abuela, aunque se olvide de las cosas.

-Iremos los fines de semana -contestó la madre-, y le llevaremos un regalo.

Eleanor sonrió.

 

-¿Por ejemplo helado? ¡A la abuela le encantan los helados de fresa!

-¡Eso es, un helado de fresa! -dijo la madre.

La primera vez que visitaron a la abuela en la residencia, Eleanor tuvo ganas de llorar.

-Mamá, casi todas las personas van en silla de ruedas -dijo.

-Tienen que hacerlo. De lo contrario se caerían -le explicó la madre-. Por cierto, cuando veas a la abuela, sonríe y dile qué tiene buen aspecto.

La abuela estaba sentada sola en un rincón de la sala que llamaban solario. Miraba los árboles por la ventana.

Eleanor la abrazó.

-¡Mira, te hemos traído un regalo, tu preferido, un helado de fresa! -dijo.

La abuela cogió el envase y la cuchara y empezó a comer sin decir una palabra.

- Estoy segura de que le gusta, querida -le aseguró su madre a Eleanor.

- Pero parece que no nos conoce. Se sentía decepcionada.

- Hay que darle tiempo. Está en un nuevo ambiente y tiene que  adaptarse.

Sin embargo, la siguiente vez que la visitaron ocurrió lo mismo.  Se comió el helado y les sonrió, pero no dijo nada.

- Abuela, ¿sabes quién soy? -preguntó Eleanor.

-Eres la niña que me trae helado -dijo la abuela.

-Sí, pero soy también Eleanor, tu nieta. ¿No me recuerdas? -insistió, abrazando a la anciana.

La abuela sonrió débilmente.

-¿Si te recuerdo? Claro que sí. Eres la niña que me trae helado.

De repente, Eleanor comprendió que la abuela nunca la recordarÍa. Vivía en un mundo propio, un mundo de oscuros recuerdos y de soledad.

- jAy, cómo te quiero, abuelita! -dijo.

Entonces Eleanor vio como una lágrima rodaba por la mejilla de su abuela.

- El amor -dijo la anciana-. Recuerdo el amor.

- Ya ves, querida, eso es todo lo que quiere -dijo la madre- AMOR.

- Entonces le traeré su helado todos los fines de semana y la  abrazaré aunque no me recuerde -aseguró Eleanor .

Después de todo, es más importante recordar el amor que el nombre de alguien.

Hace ya algunos años que descubrí este cuento preparando uno de los numerosos grupos de ayuda mutua para familiares que venimos realizando en nuestra asociación de Alzheimer desde que comenzamos nuestra andadura particular por el “mundo del olvido”.

Lo que más me llamó la atención de esta historia es lo que desde entonces intentamos poner en práctica todos los profesionales que trabajamos en nuestro Centro de Día, RECORDAR SIEMPRE QUE EL AMOR NUNCA SE OLVIDA.

Y es que si tenemos siempre presente esta verdad, como le sucedió a Eleanor, cuidar a nuestros enfermos, ya sea como profesionales o como familiares, será mucho más llevadero. Porque no nos enfadaremos ni nos frustraremos si derraman la leche, si se olvidan de usar la servilleta, si dejan de acordarse de cómo se apaga el gas o si simplemente no nos reconocen cuando les decimos lo mucho que los queremos.

Qué más da un nombre, un parentesco, una identidad, la dirección de la calle donde siempre hemos vivido o cuántos hijos tenemos, si lo más importante es que a fin de cuentas, recuerdan el sabor de un beso, el calor de un abrazo o el valor de una sonrisa.

Qué más da no saber, si en el fondo, seguimos sintiendo que nos quieren y que nosotros también los queremos.

Seamos como esa niña del helado, sigamos besando, abrazando, amando, sigamos diciéndoles “te quiero”,  para no perdernos nunca en el sinsentido de esta enfermedad que tanto nos roba. Para hacerles recordar continuamente que el afecto que les tenemos es lo único importante cuando ya se han perdido los recuerdos.

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