Antes de que esa maldita goma de borrar de nombre alemán comenzara a limpiar tu memoria, pude decirte muchas veces que te quería y mucho, y tú te reías.
"Qué zalamero eres", me decías...
Luego ya comenzaste a adentrarte en ese laberinto mudo y ciego de la mente, y fue más difícil que me respondieras. Pero yo, por si acaso, te lo seguía diciendo y te plantaba unos enormes besos en la mejilla, de los que te quejabas con gusto mientras me apartabas la cara con tus manos.
Te los daba, los besos, mientras paseábamos en Cantolagua, ese camino al lado del río.
En esos paseos, hablábamos de cosas de la familia, del pueblo, recordabas bien el pasado remoto, las caras de las viejas vecinas que te saludaban, pero olvidabas lo que habíamos comido ese día.
No te gustaba llegar al final del camino, cuando el asfalto se terminaba y continuaba la gravilla, preferías dar la vuelta de regreso a casa.
Hoy me cuentan que has dejado ese asfalto, que no has regresado, que te has marchado, sin bastón, sin memoria, sin despedidas.
Pero quiero que sepas que la memoria, junto con el bastón, nos la hemos quedado en casa, acariciándola, jugando con ella, pasándola unos a otros.
Es cierto que a veces se nos cae una lágrima, otras una sonrisa grande, pero sigue corriendo entre nosotros.
Las despedidas... no hacían falta... Tú siempre estarás en este banco, no habrá quizás besos en la mejilla, ni comentarios del pueblo, pero sé que estarás allí... para siempre y que te seguiré diciendo que te quiero, hasta que yo también me levante del banco.
Apenas leída la carta, los amigos de Miguel Ángel Antoñanzas expresaron su solidaridad con el conocido periodista e indicaron que un amor como éste, el de una madre y un hijo, nunca desaparece. "La memoria vive con el amor que profesamos", escribió Dinorah Rosas.