Para cuando olvides y ya no recuerdes.
Por Maura Sulbarán Rivadeiro
Sé que tienes miedo y que no tienes la práctica o la gracia que se requieren para escribirte una carta a ti misma, pero tienes que hacerlo, Corina, tienes que hacerlo hoy que recuerdas, hoy que es aterradoramente obvio que con el paso del tiempo incluso tu reflejo perderá familiaridad.
Es martes 27 de febrero de 2013, tu nombre es Corina y te diagnosticaron Alzheimer hace diez años. Esta es una carta a tu reflejo, un intento desesperado por evitar lo inevitable, por evitar que te borres a ti misma por completo. Cuando mires al espejo te toparás, de buenas a primeras, con unos ojos descaradamente grandes, se los debes a la familia de tu madre. Fueron, siempre, motivo de halagos a los que nunca supiste cómo responder. Encantaron a tu esposo cuando él tenía 16 años y tú 14, cuando aún no sabías bien cómo usarlos. Controlaron a tus hijos, retaron a tus superiores y lloraron de felicidad, frustración y tristeza cada vez que la vida les dio oportunidad. Tu nariz jamás te gustó, eso puedes olvidarlo. Tus labios los mordías para darles color. No eras muy entusiasta con los labiales. Besaron por primera vez a los 13 años y solían ser la parte más expresiva y menos controlable del rostro que ves, tan incontrolable como las palabras que pronunciaban. Fueron muchas, por cierto, era poco lo que dejabas de decir. No por nada te casaste con la única persona que conseguía callarte la boca. Tu cabello significó tu primer campo de batalla, una guerra que sin duda alguna él ganó. Pocas veces te has sentido tan libre como el día en que aceptaste su soberanía y entendiste que estar siempre despeinada no era malo, era divertido, y que una cabellera con personalidad propia era un misterio que te sorprendería cada mañana de tu vida. Tus orejas no te preocuparon hasta que leíste que es de las partes del cuerpo que nunca cesa de crecer. Entonces, sufriste por una Corina anciana y las orejas con las que tendría que lidiar. Supongo que eso ya no será un problema. Por algún razón contaste los lunares de tu cara un día, eran 33, un número manejable que fue creciendo hasta que contarlos se convirtió en una tarea de ocio que no pretendía obtener resultados. Como contar estrellas.
Entrar en detalles sobre tu cuerpo sería extenderme más de lo que me atrevo a esperar que seas capaz de leer. Confórmate con saber que tenías el cuerpo ideal para tu personalidad. Tu carácter no habría sabido qué hacer con más voluptuosidad o menos altura. Lo sentías como un regalo, una facilidad, un dilema menos. Te procuró admiración al igual que respeto y se mantuvo estable a través del tiempo. Todo lo que tu mente no supo hacer. Te gustaban mucho tus manos, abraza ese sentimiento, respíralo, procésalo, antes de que empieces a levantarlas a la altura de tus ojos, a rotarlas de lado a lado como hacía tu abuelo, a mirarlas con extrañeza. Al parecer esperando una razón, algo, lo que sea, que las justifique. Tal cual como un bebé, excepto que tu expresión no se traducirá en curiosidad, sino en incertidumbre y quizá, incluso, en rechazo.
Olvidarás, está claro, escrito, sellado. Los nombres, las calles, los libros. Olvidarás lo que te gustaba y lo que no, olvidarás los quienes, los grandes y los pequeños quienes. Al amor de tu vida, a tu primer gato, el olor de tu padre al abrazarte, pero nada de eso se compara siquiera con la falta de olvidarte a ti. Tú, que ya te habías perdido alguna vez entre obsesiones y melancolías; tú, que contra el mundo lograste recuperarte a ti misma; tú, que dejaste de temerle a casi todo, pero nunca a la posibilidad de perderte nuevamente; tú, estás aquí, hoy, frente al olvido, y a lo único que no me resigno es a que olvides que te amas.
Corina, lo hiciste, conseguiste ser de las pocas personas que después de ver lo más feo de sí misma, se perdonó y se amó profunda y totalmente. De todos tus éxitos, ese es el mayor.
Te amo, te amo.
Recuérdalo.
Recuérdate.