Viernes, 06 Febrero 2015 08:01

UN POEMA DE PEDRO SALINAS

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mANOS mANOS MANOS

Hoy queremos compartir con todos vosotros este precioso poema de uno de los escritores más importantes de la literatura española. Un poeta, Pedro Salinas, que con este poema, nos muestra con palabras lo que tantas y tantas veces hemos escrito en nuestra web, que a pesar de la desmemoria, del pozo oscuro del olvido en el que están encerrados todos los afectados por el mal de alzhéimer, hay una memoria del amor, del afecto, del tacto, del olor, que nunca se pierde, que nunca será arrastrada a las tinieblas de la ausencia de recuerdos.

Las manos acarician los retazos de vida que las palabras ya no pueden recordar ni pronunciar.

Preciso poema, pero más hermoso aún el saber que a pesar de todo, aún quedan sentimientos, emociones, vivencias que nunca conseguirá robarnos la desmemoria.

 

LA MEMORIA EN LAS MANOS…

Hoy son las manos la memoria.

El alma no se acuerda, está dolida

de tanto recordar. Pero en las manos

queda el recuerdo de lo que han tenido.

 

Recuerdo de una piedra

que hubo junto a un arroyo

y que cogimos distraídamente

sin darnos cuenta de nuestra ventura.

Pero su peso áspero,

sentir nos hace que por fin cogimos

el fruto más hermoso de los tiempos.

A tiempo sabe

el peso de una piedra entre las manos.

En una piedra está

la paciencia del mundo, madurada despacio.

Incalculable suma

de días y de noches, sol y agua

la que costó esta forma torpe y dura

que acariciar no sabe y acompaña

tan sólo con su peso, oscuramente.

Se estuvo siempre quieta,

sin buscar, encerrada,

en una voluntad densa y constante

de no volar como la mariposa,

de no ser bella, como el lirio,

para salvar de envidias su pureza.

¡Cuántos esbeltos lirios, cuántas gráciles

libélulas se han muerto, allí, a su lado

por correr tanto hacia la primavera!

Ella supo esperar sin pedir nada

más que la eternidad de su ser puro.

Por renunciar al pétalo, y al vuelo,

está viva y me enseña

que un amor debe estarse quizá quieto, muy quieto,

soltar las falsas alas de la prisa,

y derrotar así su propia muerte.

 

También recuerdan ellas, mis manos,

haber tenido una cabeza amada entre sus palmas.

Nada más misterioso en este mundo.

Los dedos reconocen los cabellos

lentamente, uno a uno, como hojas

de calendario: son recuerdos

de otros tantos, también innumerables

días felices

dóciles al amor que los revive.

Pero al palpar la forma inexorable

que detrás de la carne nos resiste

las palmas ya se quedan ciegas.

No son caricias, no, lo que repiten

pasando y repasando sobre el hueso:

son preguntas sin fin, son infinitas

angustias hechas tactos ardorosos.

Y nada les contesta: una sospecha

de que todo se escapa y se nos huye

cuando entre nuestras manos lo oprimimos

nos sube del calor de aquella frente.

La cabeza se entrega. ¿Es la entrega absoluta?

El peso en nuestras manos lo insinúa,

los dedos se lo creen,

y quieren convencerse: palpan, palpan.

Pero una voz oscura tras la frente,

—¿nuestra frente o la suya?—

nos dice que el misterio más lejano,

porque está allí tan cerca, no se toca

con la carne mortal con que buscamos

allí, en la punta de los dedos,

la presencia invisible.

Teniendo una cabeza así cogida

nada se sabe, nada,

sino que está el futuro decidiendo

o nuestra vida o nuestra muerte

tras esas pobres manos engañadas

por la hermosura de lo que sostienen.

Entre unas manos ciegas

que no pueden saber. Cuya fe única

está en ser buenas, en hacer caricias

sin casarse, por ver si así se ganan

cuando ya la cabeza amada vuelva

a vivir otra vez sobre sus hombros,

y parezca que nada les queda entre las palmas,

el triunfo de no estar nunca vacías.

Pedro Salinas

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