Martes, 12 Septiembre 2017 08:22

EL DÍA EN QUE ME VOLVÍ INVISIBLE

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Gallinas

En este mes de septiembre dedicado a la concienciación y sensibilización sobre el mal de alzhéimer, hemos querido compartir con vosotros una hermosa y triste parábola sobre la vejez, la enfermedad y la soledad.

Desde hace un tiempo circula por la red y refleja fielmente la cruel realidad a la que se ven abocados muchos de nuestros mayores, estén enfermos o no.

Su autor es desconocido, pero bien podría ser cualquiera de esas personas que viven solas y tristes, alejadas de sus familias, o esas otras que, a pesar de vivir rodeados de los suyos, se sienten invisibles porque los tratan como si no existieran.

Parábola de la vida, para pensar y reflexionar. No dejéis de leerla.

No sé que día es hoy. En esta casa no hay calendarios y en mi memoria los
hechos están hechos una maraña. Me acuerdo de aquellos calendarios grandes, unos primores, ilustrados con imágenes de los santos, que colgábamos al lado del tocador... pero ya no hay nada de eso, todas las cosas antiguas han ido desapareciendo. Y yo, yo también me fui borrando sin que nadie se diera cuenta. Primero me cambiaron de alcoba, pues la familia creció. Después me pasaron a otra más pequeña aun, acompañada de mis biznietas. Ahora ocupo el desván, el que está en el patio de atrás.  Prometieron cambiarle el cristal roto de la ventana, pero se les olvidó, y todas las noches por allí se cuela un airecito helado que aumenta mis dolores reumáticos.

Desde hace mucho tiempo tenía intenciones de escribir, pero me pasaba semanas buscando un lápiz y, cuando al fin lo encontraba, yo misma volvía a olvidar donde lo había puesto. A mis años, las cosas se pierden fácilmente; claro que es una enfermedad de ellas, de las cosas, porque estoy segura de tenerlas, pero siempre desaparecen. La otra tarde caí en la cuenta de que mi voz también ha desaparecido.  Cuando les hablo a mis nietos o a mis hijos, no me contestan.  Todos hablan sin mirarme, como si yo no estuviera con ellos escuchando atenta lo que dicen.  A veces intervengo en la conversación, segura de que lo que voy a decirles no se le ha ocurrido a ninguno y les van a servir de mucho mis consejos.

Pero no me oyen, no me miran, no me responden. Entonces llena de tristeza, me retiro a mi cuarto antes de terminar de tomar la taza de café. Lo hago así, de pronto, para que comprendan que estoy enojada, para que se den cuenta que me han ofendido y vengan a buscarme y me pidan perdón. Pero nadie viene. El otro día les dije que cuando me muriera entonces si me iban a extrañar. El nieto más pequeño dijo: "¿Y es que estás viva, abuela?". Les cayó tan en gracia, que no paraban de reír. Tres días estuve llorando en mi cuarto, hasta que una mañana entró uno de los muchachos a sacar unas llantas viejas y ni los buenos días me dio. Fue entonces cuando me convencí de que soy invisible, me paro en medio de la sala para ver sí, aunque sea estorbo, me miran, pero mi hija sigue barriendo sin tocarme, los niños corren a mi alrededor, de uno a otro lado, sin tropezar conmigo. Cuando mi yerno enfermó, tuve la oportunidad de serle útil; le llevé un té especial que yo misma preparé. Se lo puse en la mesilla y me senté a esperar que se lo tomara.
Pero estaba viendo la televisión y ni un parpadeo me indicó que se daba cuenta de mi presencia. El té poco a poco se fue enfriando. Mi corazón también. Un viernes se alborotaron los niños y me vinieron a decir que al día siguiente nos iríamos todos al campo. ¡Me puse muy contenta! ¡Hacia tanto tiempo que no salía y menos al campo! El sábado fui la primera en levantarme. Quise arreglar las cosas con calma. Los viejos tardamos mucho en hacer cualquier cosa, así que me tome mi tiempo para no retrasarlos. Al rato entraban y salían de la casa corriendo y echaban las bolsas y juguetes al coche. Yo ya estaba lista y, muy alegre, me paré en el zaguán a esperarlos... Cuando arrancaron y el coche desapareció, comprendí que yo no estaba invitada, tal vez porque no cabía en el coche o porque mis pasos tan lentos impedirían que todos los demás corretearan a su gusto por el bosque. Sentí como mi corazón se encogió, la barbilla me temblaba como cuando uno no aguanta las ganas de llorar. Vivo con mi familia y cada día me hago más vieja, pero cosa curiosa, ya no cumplo años. Nadie lo recuerda. Todos están tan ocupados.......Yo los entiendo, ellos si hacen cosas importantes. Ríen, gritan, sueñan, lloran, se abrazan, se besan. Y yo no sé a que saben los besos. Antes besuqueaba a los chiquitos; era un gusto enorme el que me daba tenerlos en mis brazos, como si fueran míos. Sentía su piel tiernita y su respiración dulzona muy cerca de mí. La vida nueva se me metía como un soplo y hasta me daba por cantar canciones de cuna que nunca creí recordar. Pero un día mi nieta Laura, que acababa de tener un bebe, dijo que no era bueno que los ancianos besaran a los niños por cuestiones de salud. Ya no me acerque más, no fuera a ser que les pasara algo malo por mis imprudencias.  Yo los bendigo a todos y les perdono, porque: ¿Qué culpa tienen los pobres de que yo me haya vuelto invisible?

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